Javier Milei y Sergio Massa
Analistas afirman que en Argentina se juegan hoy dos proyectos de país: La tiranía versus la esperanza
La amenaza proferida a una trabajadora de la televisión
pública por Lilia Lemoine, diputada electa por La Libertad ¿Avanza?, junto con
su anuncio de que un eventual gobierno de Javier Milei privatizaría esa
emisora, es una verdadera confesión de parte. A su turno, la declaración de
Victoria Villaruel de que el país necesita de una tiranía para salir ¿a flote?,
refuerza el ideario antidemocrático de la pequeña gran derecha argentina. Pero
no son sólo ideas, afirma el analista Carlos Girotti.
Diversos actores y actrices han sido amenazados por las
redes sociales al igual que el presidente de la Juventud Radical. De repente
han aparecido imágenes de los tenebrosos Ford Falcon verdes, otrora símbolo del
genocidio y hasta los genocidas presos se han hecho notar solicitando
autorización para emitir el voto.
La democracia, tal como la conocemos hasta acá, contiene
esta clase de expresiones que, paradójicamente, la ponen al borde del abismo.
No hay punición ni censura. La libertad de expresión cobija, en tanto que
derecho constitucional, a sus propios enterradores. El hecho de que estas
situaciones sean condenadas por los organismos de derechos humanos, así como
por la cada vez mayor cantidad de ciudadanos y ciudadanas individuales que
ganan el espacio público para ello, no desmiente lo dicho más arriba: el negacionismo,
hasta ahora, carece de una sanción legal y la añoranza de un régimen
dictatorial también.
Ha sido ya señalado en estas columnas que la democracia, aun
congelada en su puro formalismo, es una pared contra la cual chocan los
brutales intereses capitalistas que alientan el neoliberalismo. La primacía del
capital no productivo, especulativo por naturaleza pues no tiene otra forma de
reproducción que no sea la de la financiarización, tiende a destruir las más
elementales normas democráticas de la convivencia. Para que este proceso se
materialice no basta con que un energúmeno fascista (Milei)a y su titiritero(Macri)
se hagan del gobierno; es preciso un desplazamiento en la base del Estado
democrático, tiene que haber un corrimiento de sectores sociales subalternos y
de los vínculos que los unían a la formalidad republicana para que, a su turno,
comiencen a intervenir como una suerte de clase de apoyo, en modo ficcional, a
una posible emergencia de la hegemonía neoliberal. Y es un modo ficcional
porque tales sectores son fracciones desgajadas de su propia identidad social y
no son ni pueden ser una clase en tanto que tal aunque, a los efectos de la
construcción de una hegemonía del gran capital, actúen simbólicamente como un
apoyo con identidad e intereses orgánicos propios.
De esta suerte, la promesa democrática de un futuro mejor y,
aun, la política entendida como única herramienta para producir los cambios
necesarios en la realidad material, deben pasar a ser, en el estado de ánimo de
aquellos sectores, palabras huecas. La crisis de la representación que de aquí
se deriva es, en este sentido, una crisis orgánica que abarca al conjunto de
las relaciones sociales y, por ello mismo, al Estado como expresión de la
correlación de fuerzas de los intereses que se encuentran en pugna dentro de la
sociedad. El Estado, en la retórica descarnada de la ultraderecha es el
monstruo que pisotea los derechos individuales de los ciudadanos. Pero cuando
esta facción de la clase dominante habla así, en verdad habla de sus propios
intereses aunque pueda ocultarlos tras la figura de una ciudadanía exprimida
por un Estado voraz que tanto es responsable de las disparadas cambiarias como
de las corridas de precios y el aumento de retenciones e impuestos.
En la operación discursiva de la ultraderecha el concepto de
ciudadano ocupa el lugar explícito de la gran empresa capitalista y, cuando no
es así, el blanco de ataque es la empresa o la agencia estatal que, para
funcionar correctamente y “no robarle al pueblo”, deberían pasar a manos
privadas. La televisión pública y Aerolíneas Argentinas son dos ejemplos usados
hasta la náusea, pero hay muchísimos más. Es siempre el Estado, el del pacto
democrático que ya lleva cuatro décadas, que aparece como enemigo. No es de
extrañar que contrabandeen el concepto de “libertarios” con el cual se
identificaban los anarquistas, como tampoco que sus reivindicaciones sobre la
libre venta de armas anclen en la visión demoliberal del norteamericano Thomas
Jefferson (“…ningún hombre libre deberá jamás verse impedido de usar armas en
sus propias tierras”) y en las de James Madison y Alexander Hamilton, para
quienes el derecho a armarse era el derecho de autodefensa contra el Estado que
pudiera excederse en sus funciones. O sea, entre el poderoso lobby armamentista
norteamericano que es la Asociación Nacional del Rifle y la motosierra de
Javier Milei sólo hay, por ahora, una cuestión de intensidades.
Así, la disputa electoral que se zanjará en el balotaje
contiene el choque de dos modelos antagónicos. De un lado está la ultraderecha,
condensada en la simbiosis de Mauricio Macri con Javier Milei, que lejos de
negar su objetivo de trastocar todo el andamiaje democrático sobre el que se ha
edificado la convivencia entre argentinas y argentinos, lo reafirma en cada
oportunidad que sus cuadros más lúcidos tienen para expresarlo y adocenar
opiniones y votos. Del otro lado están Sergio Massa y la posibilidad de
reconstruir el pacto democrático, seriamente dañado por los avances
protofascistas y el intento fallido de magnicidio contra Cristina, pero también
minado por los errores, omisiones y falta de profundización del proyecto
nacional y popular que le cupo a todo el elenco del actual gobierno.
Es por ese dramático antagonismo que entre las dos
candidaturas, la de Javier Milei y la de Sergio Massa, solo hay un único paso
posible a dar, un solo camino obligado para todo el campo popular para impedir
la consolidación de una ultraderecha en condiciones de acrecentar su poder de
daño con el concurso subordinado de una fracción inorgánica del mismo campo
popular.
Pero así como resulta imprescindible el triunfo de una
candidatura y no de la otra, no menos indispensable será garantizar que la
clase trabajadora y el pueblo, expresados en sus propias representaciones y
organizaciones, no terminen siendo el relleno de una estrategia de poder en la
que, al cabo, no tengan arte ni parte. La derrota y el retroceso efectivo del
plan neoliberal de dominación reclama, desde ahora, el protagonismo activo de
quienes, al precio de su sangre, han dado sobradas pruebas para ocupar los
puestos de dirección que la reconstrucción democrática necesita./PAGINA12