[EFE] / Un taller en Brasil en el que trabajan bolivianos.
Las costureras bolivianas en Brasil se rebelan contra las jornadas de 17 horas
Jornadas de 17 horas, ningún día de descanso y el pago de
1,50 reales (30 centavos de dólar) la prenda. Esas fueron las condiciones de
trabajo a las que se sometió Dilma Chilaca al llegar a Brasil. “Cuando uno no
tiene nada, tiene que callar”, dice.
Esta costurera boliviana de 41 años, natural de Potosí,
ahora posee su propio taller en un sótano húmedo a las afueras de São Paulo
donde la música andina se mezcla con el rumor de las máquinas de coser.
Tras una lucha de años contra la precariedad, Chilaca
reclama mejores condiciones laborales para las costureras.
“Aprendí a decir que no, los empresarios tienen que
entender que tenemos familia”, afirma a EFE, mientras termina de coser con
dedos ágiles 20 pantalones cortos apilados a un lado.
La explotación laboral se ceba con los migrantes
latinoamericanos que, como Chilaca, llegan a Brasil sin papeles y se topan con
la barrera lingüística y la informalidad.
Este año se han rescatado más trabajadores en
situaciones análogas a la esclavitud desde 2009 (2.847 hasta la fecha).
Aunque la mayoría de las víctimas son brasileñas, las
autoridades han liberado en los últimos diez años a 965 extranjeros,
incluidos a 331 bolivianos, muchos de ellos empleados en la industria textil,
según datos oficiales obtenidos por EFE.
Chilaca no fue “rescatada” y tampoco buscaba serlo.
Explotada o no, su prioridad era traer a sus hijos a Brasil y trabajar cuanto
hiciera falta para lograrlo.
Su jornada habitual iba de las 7:00 de la
mañana a la medianoche, pero a veces se alargaba hasta las 2:00
de la madrugada para entregar las prendas a tiempo.
Si no lo hacía, el dueño del taller le descontaba
un tercio del valor. Él ganaba tres veces más por cada pieza vendida a una
empresa textil.
“No sentía el cansancio pensando en mis hijos, pero ahora
me digo: ‘Madre mía, fueron muchas horas”, recuerda.
Las historias de abusos son recurrentes dentro de la
comunidad boliviana de São Paulo, que suma unas 100.000 personas.
Lidia García, de 46 años y originaria de La Paz, trabajó
sin sueldo durante meses para devolverle a la dueña del taller lo que esta
decía haber pagado por su pasaje de autobús desde Bolivia.
Como “garantía” del pago de esa deuda, la patrona
también le requisó los documentos de identidad.
Mientras, García y su marido tuvieron que compartir un
pequeño cuarto en el piso de arriba del taller con otras nueve personas.
Después de quejarse a la policía, consiguieron que
la patrona les devolviera la mitad de lo que les debía y salieron
corriendo en busca de algo mejor.
Romper el ciclo de explotación
Desde esos inicios, García y Chilaca han intentado
subir escalones en la cadena textil, abriendo sus propios talleres para
vender directamente a los almacenes, pero no es fácil.
“Necesito capital para crear mi propia línea de ropa”, dice
García, que recibe unos 18 reales por un conjunto que se puede vender a 150 en
las tiendas.
Las dos acuden regularmente al Centro de la Mujer
Inmigrante y Refugiada (Cemir), una asociación formada por 280 mujeres, de las
que alrededor de un 70 % ha sufrido explotación laboral, según su fundadora
Soledad Requena, de Perú.
“La legislación brasileña es avanzada, pero mucho se
queda en el papel”, dice Requena.
La plantilla de inspectores laborales es la
menor en casi tres décadas y un reflejo de ello es que el
número de personas rescatadas también ha caído, de 6.025 en 2007 a 2.481 en
2022.
En la modesta oficina de Cemir, las mujeres se ayudan entre
sí y reciben cursos de emprendedurismo y derechos laborales.
Chilaca ya no trabaja los domingos y dice que ha aprendido
a negociar: de los 1,5 reales por prenda de antes, ahora cobra una media de 14
reales.
Un día incluso se encaró con un empresario que
había invitado a las costureras que le abastecen a tomar un café.
“¿Por qué nos paga tan poco? Somos seres humanos”, le espetó.
Ya no cose para él, pero acaba de lanzar una línea de ropa
a base de aguayo, el tejido grueso y multicolor usado por las indígenas en
Bolivia./EFE