Las megacárceles de Bukele resuenan como promesa electoral en Colombia
El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, ha encontrado ya una pista de aterrizaje en Colombia para su política de Gobierno más controvertida: las megacárceles para combatir la delincuencia. Los artífices de esa pista son Diego Molano y Jaime Arizabaleta, precandidatos del Centro Democrático a las Alcaldías de Bogotá y Cali, respectivamente. Como Bukele, ambos son defensores de la autoridad y la mano dura como solución no solo de la delincuencia, sino en este caso también de la corrupción. Inspirados en él, han propuesto construir megacárceles si ganan en las elecciones regionales del próximo 29 de octubre.
El primero en dar a conocer la
idea fue Arizabaleta, quien desde su cuenta de Twitter anunció el miércoles por
la noche la propuesta conjunta: “Habrá dos megacárceles al estilo Bukele en
Colombia, una en Bogotá y otra en Cali que construiré para delincuentes y
corruptos”. Molano, exministro de Defensa durante el Gobierno de Iván Duque,
desarrolló la idea el jueves en Blu Radio: “Nos hace falta una cárcel en
Bogotá, una megacárcel para llevar por lo menos a 3.000 de los delincuentes que
son capturados”.
Ni Arizabaleta ni Molano se
han referido a los costes de las megacárceles que proponen, ni al tiempo que
duraría su construcción. Sin embargo, es un primer elemento palpable de la
admiración que un amplio sector de la derecha en Colombia ha declarado por el mandatario
salvadoreño. El apellido de Bukele cada vez se escucha más en las calles, en la
boca de personas que creen que una cruzada vertical como la que él emprendió se
debe replicar en Colombia. Pero también se ha colado en sondeos como el de mayo
pasado, hecho por Datexco, en el que el 55% de las personas encuestadas a las
que se les preguntó si el país necesita un presidente como el salvadoreño
respondió que sí.
Fernando Tamayo, director del
Grupo de Prisiones de la Universidad de los Andes, explica que el mayor
problema de ese tipo de cárceles tiene que ver con lo difícil que es
gestionarlas: facilitar las visitas con todos los controles que implican,
garantizar la seguridad entre los reclusos, saber qué hacen, etc. Para todo
ello, se necesitan guardias. Y en las cárceles colombianas, apunta, no hay
suficientes. “Lo que nos ha mostrado la única experiencia latinoamericana de
megacárceles, que es El Salvador, es que directamente los derechos de la
población privada de la libertad no importan”, asegura en una llamada
telefónica.
La idea de traer el modelo de
Bukele es también un síntoma evidente de la ausencia de un liderazgo claro en
la derecha colombiana: al no haber una cabeza visible dentro del país, la
inspiración para la solución de los problemas viene de fuera. Ni siquiera quien
podría considerarse como la líder conservadora más conspicua en el país, María
Fernanda Cabal, ha aportado alguna idea novedosa: también ella ha recurrido a
la figura de Bukele, con quien no ha escatimado adjetivos elogiosos.
La propuesta tiene calado en buena medida debido a la situación de inseguridad que se vive en varias partes del país. En Buenaventura (Valle del Cauca), que fue denominada por el Gobierno del presidente Gustavo Petro como “laboratorio” de la paz total urbana y donde alcanzó a haber entendimientos con las pandillas que delinquen allí, el terror ha regresado en las últimas semanas. Además, el escepticismo hacia las negociaciones con grupos armados como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y el Estado Mayor Central ―una disidencia de las FARC―, avivado por acciones como el asesinato de cuatro menores de edad indígenas en mayo, favorece a la idea de la mano dura.
No obstante, la receta de la
autoridad tiene una mancha enorme en la historia de Colombia: las ejecuciones
extrajudiciales, también conocidas como falsos positivos, durante la
administración de Álvaro Uribe (2002-2010). En ellas, los militares,
estimulados a mostrar bajas en combate, asesinaban a civiles para hacerlos
pasar por guerrilleros. Pero no hace falta ir tan atrás en el tiempo: en 2021,
el propio Diego Molano, en su condición de ministro de Defensa del Gobierno
uribista de Iván Duque, fue sometido a una moción de censura en el Congreso,
acusado por la oposición de dar un “tratamiento de guerra” a la represión de
las manifestaciones ciudadanas contra el Ejecutivo.
En El Salvador las costuras
también han quedado a la vista. Durante el régimen de excepción declarado hace
más de un año por el presidente Bukele, las autoridades han capturado a más de
60.000 pandilleros, en un país asediado durante décadas por la delincuencia de
las bandas criminales. Sin embargo, un informe de Human Rights Watch de enero
pasado reveló que se han cometido “abusos a gran escala”, entre los que se
cuentan las violaciones del debido proceso, las detenciones masivas, las
muertes bajo custodia y el hacinamiento.
Ese, el hacinamiento, es otro
asunto que se desprende de la idea de construir megacárceles. El profesor
Tamayo recuerda que, en 1998, cuando se declaró un estado de cosas
inconstitucional ―una herramienta que la Corte Constitucional usa cuando se
cumplen algunos requisitos para enfrentar cualquier situación grave― por el
hacinamiento carcelario, en el país había 33.009 presos y un sobrecupo del 31%.
Desde entonces, lo que se ha hecho es crear más cupos, pero no ha habido
solución: hoy en día, en Colombia la cifra de sobrecupo en las prisiones es del
24%, con épocas en las que ha llegado al 50%. “Esa idea de dar más cupos como
una forma de controlar el hacinamiento ha mostrado ser un fracaso, porque los
cupos se van creando y se van llenando”.
Por otro lado, tampoco es
clara la efectividad del encarcelamiento para resocializar ―que es su
objetivo―, aunque es difícil concluirlo, debido a la falta de mediciones
efectivas. Tamayo reconoce que es difícil hablar sobre la idea de Molano y
Arizabaleta, al carecer de una estructura clara. Sin embargo, sí se anima a dar
un veredicto, basado en las informaciones recolectadas por varios estudios
especializados: “En general, los sistemas que apuestan por un mayor contacto de
personas privadas de la libertad con el exterior, con sus familias y con una
mayor posibilidad de reintegración a la sociedad, tienen mayor capacidad para
que las personas no delincan”.
Tamayo explica que el sistema
penal despierta sentimientos en las personas, derivados de su miedo al delito,
a la inseguridad y a la violencia, palpables en muchas ciudades de
Latinoamérica. “El gran problema es que estos proyectos no han mostrado que
sean verdaderamente eficientes para combatir la inseguridad”, afirma. Y agrega
que muchos de esos modelos se muestran como eficientes a corto plazo, porque
muy pronto reportan cifras positivas de condenas, encierros y aumento de la
población carcelaria, que crean una sensación de mayor seguridad. No obstante,
concluye: “Al final lo que terminan generando es más exclusión y mayores
problemas sociales”./El País