Argentina contra el estado
Argentina ha vuelto a ser noticia. Desde el Mundial andaba
deslucida: solo algún récord de inflación de vez en cuando o un capricho de
Messi en el Caribe, y el resto quedaba para los especialistas o las víctimas
directas. Pero estos días los medios del gran mundo se ilusionaron con el
ganador de sus primarias presidenciales: un “Hard-right tantric sex
instructor”, dice un diario inglés, un “Far-right libertarian”, dice uno
norteamericano, “Le nouveau Trump sudaméricain”, dice uno francés, para definir
al licenciado Javier Gerardo Milei.
Y después cuentan sus gracias habituales: que frecuenta a
una médium de animales para pedir consejos a su perro muerto –del que tiene
cuatro clones a los que llama “mis hijos de cuatro patas”–, que quiere abolir
el Banco Central y adoptar el dólar como moneda patria, que permitiría la venta
de órganos y la portación de armas, que canta en sus mitines cual karaoke de
geriátrico, que pretende acabar castamente con la “casta política”, que
suprimiría la educación obligatoria y los centros de investigación y buena
parte de la salud pública, que dice que “el calentamiento global es otra
mentira del socialismo”, que vocifera citas bíblicas como cualquier otro loco
en una esquina, que proclama –él siempre proclama– que la “justicia social es
una aberración” y el Estado no tiene que meterse en eso. Ni siquiera los dueños
del “mercado” que tanto defiende confían en su desbarajuste mercadista.
El hombre sirve: es folclórico, da para sorprenderse y
conversar y quejarse de lo mal que va el mundo; al fin y al cabo, a eso nos
dedicamos. Pese al ruido, es muy difícil que el señor Milei gane la
presidencia. Y si algún dios aburrido se empecinara en propulsarlo, lo que no
podría es gobernar: tendría el Parlamento en contra, ni un gobernador a favor y
los sindicatos y movimientos sociales peleándole en la calle los recortes que
tanto pregona: la receta perfecta para otro gran desastre a corto plazo.
Pero sus 7.116.352 votantes rebosan de lecciones. Sobre
todo: que un tercio de los argentinos se sienten violentamente fuera del
“sistema democrático” que se instaló en el país hace 40 años y buscan con
desesperación a alguien que les devuelva algún lugar. Que este sea el elegido
muestra la profundidad de la crisis: sus votantes no buscan una crítica
racional, un intento de enmienda, un proyecto; quieren a uno que grite que va a
reventar todo.
Tienen razón –o sus razones. Y se inscriben con honores en
esta tendencia mundial en que parece que los únicos capaces de capitalizar los
merecidos descontentos son estos memes de Hitler y Mussolini, dos señores que,
en circunstancias parecidas, también consiguieron el apoyo de multitudes que se
sentían desplazadas.
Lo sorprendente es cómo, en tan poco tiempo, las izquierdas
–tan concentradas en la minucia– parecen haber perdido la capacidad de expresar
la insatisfacción general y proponer cambios que atraigan a los que los
necesitan. (En Ñamérica las razones parecen claras: durante 20 años, gobiernos
que se dijeron de izquierda se perdieron en políticas asistenciales,
clientelares, que terminaron en estas crisis crónicas. Tiene sentido, entonces,
que los que las sufren piensen que solo la “derecha antibolche”, el otro por
antonomasia, puede rescatarlos.)
Para las elecciones presidenciales faltan dos meses y, en la
Argentina, dos meses son dos décadas: tantas cosas pueden pasar mientras. Pero,
en cualquier caso, lo más probable es que la pelea se resuelva entre una
candidata de la derecha derechista, la señora Bullrich, y uno de la extrema
derecha, el citado Milei: entre ambos se llevaron casi dos tercios de los votos
del domingo. Los une su rechazo a la falsa izquierda que gobierna, su intención
de aplicar “mano dura” con delincuentes y manifestantes y, sobre todo, su
antiestatismo. Ahí está la clave del asunto.
En las últimas décadas los nombres cambiaron –poco– para que
no nos aburramos: podían llamarse perros o gatos o camellos o peces de jardín,
pero todos los políticos decisivos en la Argentina no hicieron más que
representar las dos tendencias opuestas dentro del consenso capitalista:
estatismo y antiestatismo. Los separa, en realidad, una cuestión de
dimensiones. Los antiestatistas suponen que el Estado solo debe ocuparse del
poder más puro: la seguridad interior y exterior, cierta justicia y el
funcionamiento sin trabas del mercado. Los estatistas le agregan alguna idea de
responsabilidad social: que sus súbditos no se mueran de hambre o mugre o
enfermedades demasiado evitables.
Durante buena parte del siglo pasado el lugar del Estado fue
decisivo en la Argentina: mucho más que cualquier otro país de la región, el
sector público mantuvo escuelas, universidades, hospitales, pensiones,
ferrocarriles, aviones, teléfonos, electricidad, aguas, petróleo. Esa fue,
durante décadas, su diferencia radical.
Hasta que la revolución liberal global de los noventa supuso
la “privatización” de esas empresas públicas. Políticos y propagandistas
consiguieron convencer a –buena parte de– la población de una falacia boba: ese
Estado al que confiaban su gobierno, su seguridad, su justicia, no era capaz de
administrar una línea de tren o la distribución del gas. Así vendieron todo –a
la España pesoísta, más que nada– y se llevaron poderosas comisiones
subterráneas. Mientras, millones apoyaban y revoleaban con alegría aquellos
pesos que equivalían a un dólar.
Pero al fin de la década, cuando el globo estalló y los
bancos se quedaron con la plata, más millones salieron a la calle a reclamar
“que se vayan todos” los políticos que lo habían manejado. Hubo cuatro o cinco
presidentes muy perecederos y al final apareció un gobernador menemista sureño,
el señor Kirchner, que, ante el fracaso liberal, entendió que era el momento de
proponer más Estado –aunque en su provincia, años antes, había privatizado el
petróleo.
En 2003 logró el apoyo nacional con sus proclamas
estatistas. Solo que el Estado argentino ya estaba muy tocado: Néstor Kirchner
–y después su viuda Fernández– usaron el dinero que quedaba para repartir todo
tipo de subsidios y dádivas. Su política asistencial creó esta Argentina donde
un buen tercio de las personas, sin empleos ni ingresos genuinos, malviven de
estas limosnas y deben –o deberían– obediencia a los que se las dan. Esas vidas
sin esperanzas desembocan, a menudo, en la indolencia o la violencia.
Así que, con toda lógica, ahora muchos de ellos se rebelan
contra ese Estado que los redujo a esta situación. Y culpan a sus dirigentes y
otra vez millones –no necesariamente los mismos– quieren que se vayan todos y
que se privatice todo. En la lógica circular de aquellas pampas, ahora nos toca
un ciclo antiestatal. Solo que, si en tiempos de Menem ese Estado tenía todavía
mucho que vender, ahora no tiene nada: solo deudas.
El líder antiestatal, el señor Milei, ya no puede proponer
la privatización de teléfonos o aviones; solo le queda privatizar a cada cual,
su trabajo, sus derechos, su cuerpo: que venderse sea una decisión individual y
que el Estado no la impida. Eso es lo que imagina: ampliar tanto el ámbito de lo
privado que cada quien tenga el “derecho” de vender sus órganos, por ejemplo
–”porque ese es un mercado más, por qué se va a meter el Estado a regular lo
que cada cual quiere hacer con su cuerpo. Si vamos a respetar la propiedad,
¿por qué no voy a poder disponer de mi cuerpo, que es mi primera propiedad?”,
dijo en una entrevista.
Y el Estado está tan desprestigiado por su uso político para
el control social que el partido estatista que ahora lo maneja no se atreve
siquiera a reivindicar aquellos tiempos en que los argentinos sabían leer y
escribir porque había escuelas públicas que no solo servían para darles de
comer una vez al día. O a explicar que si la mortalidad infantil bajó de 60 a 6
niños cada 1.000 en medio siglo fue por la salud pública. No puede, porque
millones lo ven como el refugio de esos políticos tránsfugas que lo aprovechan
para comprar voluntades a cambio de limosnas y llenarse los bolsillos o los
bolsos.
Es lógico. El sistema de asistencia clientelar es, sin duda,
tan injusto y dañino. Pero sacarle ese sustento a personas que no tienen ningún
otro sin reemplazarlo por una integración que habría que construir con tiempo y
mucho esfuerzo, puede ser una catástrofe. Por eso hay solo un peligro que la
Argentina no corre: la famosa “bukelización”. Que necesita, para funcionar, que
su líder consiga algo concreto –aunque sea con los peores medios. Y es muy muy
improbable que cualquiera de los dos líderes antiestatistas –Milei, Bullrich–
consiga nada.
Argentina no es un país conocido por su paciencia y
tolerancia. Si alguno de estos jefes intenta, como dicen, acabar con los
subsidios, el país tiene todas las chances de prenderse fuego: millones en la
calle, el verdadero caos. O si hacen lo mismo que Mauricio Macri y no se
atreven a quitarlos y mantienen la situación en los mismos parámetros, el
antiestatismo durará unos pocos años y fracasará y volverá el discurso
estatista asistencial y otra vez a dar vueltas en la misma calesita, tiovivo o
carrusel.
A menos que, por una vez y sin que sirva de precedente, se
nos ocurra algo.