Viggo Mortensen
En mensaje directo a Hollywood Viggo Mortensen afirma: “No me gustan las películas que me toman por idiota”
A Viggo Mortensen casi no se le reconoce al llegar. Está
sentado en un rincón discreto de una habitación llena de gente y objetos, tras
una sesión de fotos en la Fundación Juan March de Madrid. Pese a su esforzada
afabilidad, no la ha disfrutado en exceso. No le gusta ponerse ante la cámara,
como si le diera vergüenza, pese a su oficio. Se impacienta, se cansa, no
entiende qué importancia podrá tener su cara. “Siempre he sido, y sigo siendo,
relativamente tímido”, confesará luego. El actor habla sin prisa pero sin
pausa, con la mirada perdida en algún punto ilocalizable del vacío. No tiene la
sonrisa fácil, pero cuando abandona su reserva se despejan las nubes. Su cara
es una telaraña de pliegues y cicatrices que no se sabe dónde empiezan ni dónde
terminan. Lleva un pequeño tatuaje en la muñeca derecha, cuya forma no logramos
identificar de lejos (luego leeremos que es una H de Henry, su hijo, de 36
años). Y viste una camisa granate de corte vaquero, tal vez un guiño a la
película de la que ha venido a hablar, Hasta el fin del mundo, que se estrena
el 10 de mayo en los cines españoles.
Para su segundo proyecto como director tras su debut en 2020
con Falling, aplaudido retrato familiar cuya vida comercial se vio truncada por
la pandemia, Mortensen quiso volver al wéstern. Un género inquebrantable, al
que se ha dado por muerto muchas veces pero que siempre acaba resucitando, tal
vez porque contiene las esencias del carácter estadounidense, al haber sido la
canción de cuna de varias generaciones que crecieron jugando a indios y
vaqueros. “Tengo suficientes años para haber visto muchos de niño”, responde el
actor. De repente, caemos en la cuenta de que ya tiene 65 años, pese a que todo
indique lo contrario. “Me pareció interesante hablar de ese momento histórico,
de una sociedad inmersa en el descontrol, con una situación más o menos fuera de
la ley, y que estaba dominada por hombres poderosos”, dice sobre su relato,
ambientado en una zona remota de Nevada, marcada por la corrupción y la
violencia social, en la década de 1860.
En la película, de la que también ha firmado el guion y la
música, a su personaje le reprochan varias veces que sea demasiado viejo. La
mayoría de los actores de su edad lo hubieran evitado a toda costa. Él,
convertido en cowboy maduro y bronceado en la pantalla, como un cruce de Paul
Newman y Robert Redford en Dos hombres y un destino, no lo esconde. “En
realidad, preferiría no haber actuado. Escribí el papel para un actor sueco más
joven, pero decidió, bastante tarde, hacer otra cosa. Supongo que por más
dinero…”, dice Mortensen, estoico. Cuando se le acabó el tiempo para
sustituirlo, decidió interpretar el papel. “Soy consciente de que la gente
dirá: ‘Otra vez el señor mayor con la chica joven y guapa…’. Pero no podía
simular que tengo 40 años. No puedo negar mi edad”. ¿Cómo lo lleva? “Bueno, no
me gusta estar más cansado. Hace 20 años los esfuerzos o las noches sin dormir
no me pasaban la misma factura. Tienes que controlar tu energía y evitar
tirarte de un caballo, ir con más cuidado. Es normal”.
A la fórmula clásica del género que perfeccionaron John
Ford, Howard Hawks o Anthony Mann, Mortensen decidió sumarle dos elementos
disidentes que indican que, pese a quererse respetuoso con la tradición, ha
dirigido una película muy del siglo XXI. El primero es un retrato de Estados
Unidos como sociedad multicultural por antonomasia, marcada por una mezcla de
idiomas, orígenes y colores de piel que recuerda lo que, bien pensado, parece
una obviedad histórica, aunque el cine lo haya negado con insistencia: que el
melting pot existió en su territorio desde el primer día. “En el lejano Oeste,
hubo gente que venía de otros lados. No todo el mundo tenía acento de
California o de Texas”, dice el director. “Como tampoco ahora”.
"Yo voy en metro, hago la compra, paseo a mi perro. La
gente nunca me reconoce, tal vez porque no esperan encontrarme allí" dice
Mortensen.
"Yo voy en metro, hago la compra, paseo a mi perro. La
gente nunca me reconoce, tal vez porque no esperan encontrarme allí" dice
Mortensen.
PABLO ZAMORA
El segundo elemento sumado consistió en escoger a una mujer
fuerte como protagonista —hasta el punto de que aparece por encima de su nombre
en los créditos, gesto de una modestia indecible en esta industria—,
interpretada por la actriz luxemburguesa Vicky Krieps, la revelación de El hilo
invisible (2017), que se ha convertido desde entonces en rostro del cine de
autor europeo. Su personaje no es, por una vez, una damisela en apuros.
“Tampoco es que sea una superheroína de Marvel que agarre un rifle y se cargue
a los malos. Es una mujer de su época que sufre las condiciones del momento,
pero que también cuenta con una gran fuerza interior”. Cuando, a media
película, el protagonista decide alistarse en el ejército, la mayoría de los
directores hubieran optado por acompañarlo hasta el frente. Mortensen no lo
hizo. “Quise ceñirme al punto de vista de esa mujer. Me interesaba más saber
qué sucedía en la casa mientras él está luchando”, dice Mortensen. “No me gusta
hacer un cine ideológico, porque es algo que no me entretiene ni me interpela
emocionalmente. Pero tampoco me he escondido al expresar lo dañino y triste que
es toda guerra. Cualquier guerra es siempre una especie de error”.
Para entender lo que oculta la estrella más discreta de
Hollywood hay que retrotraerse, como sucede casi siempre, a su juventud. Su
antimilitarismo podría proceder de los setenta, cuando regresó al pueblo de su
madre al norte del Estado de Nueva York, tras el divorcio de sus progenitores.
Tenía 11 años y había crecido, hasta entonces, en Argentina —de ahí su acento
indeleble en castellano—, donde su padre, un danés emigrado al Nuevo Mundo,
ejerció de gaucho escandinavo: una historia digna de un wéstern (tal vez de
autor). La guerra de Vietnam hacía estragos. Cuando terminó, el joven Viggo
tenía 17 años. Recuerda, claro está, un clima tenso. “Los que contaban con un
poco de dinero podían ir a la Universidad y se libraban de ir a la guerra, como
mis primos. En cambio, los que eran pobres no tenían alternativa”, recuerda
Mortensen. “Había mucha división social, aunque no tanta como ahora. Diría que
ahora la sociedad estadounidense está mucho peor que en los setenta”.
Parte de su familia apoyaba la guerra, hasta que la masacre
de My Lai en 1968 les hizo cambiar de opinión, al tomar conciencia de las
atrocidades que se estaban cometiendo. “Mi padre era danés, pero, como sucede a
veces con los inmigrantes, se volvió más patriota que muchos estadounidenses.
Creía que Nixon y Kissinger eran muy listos, cuando fueron unos ladrones y unos
criminales. Teníamos buena relación, lo quise mucho y me enseñó muchas cosas sobre
la naturaleza, pero ahí tuvimos nuestras diferencias”, responde con cierto
reparo (al día siguiente, Mortensen llamará para precisar que no inspiró, en
ningún caso, el personaje del padre homófobo de Falling).
Tanto su debut como director como Hasta el fin del mundo son
historias inspiradas en sus padres, aunque no sean autobiográficas. Dan la
sensación de ser reconciliaciones póstumas. “Puede ser, sí. Las dos películas
empezaron con cosas que tenían que ver con mi madre y luego se fueron hacia el
lado de mi padre”, asiente. “El otro día pensaba que, con mis películas, me he
desquitado de ciertas dudas y conflictos. En la vida pasa que, a veces, no
terminas ciertas conversaciones. He revisado, de una forma abstracta, cosas que
sentí como niño y adolescente, en la primera, y más como adulto, en esta
segunda. He hablado de mi crianza, de comportamientos míos y de mis familiares,
de la sociedad. No he limpiado nada, pero me he desquitado de cosas que he
puesto sobre la mesa para que otros las vean. Esta es mi forma de repasar, de
interpretar y de mostrar”. El más pudoroso de los psicoanálisis para un actor
que ha interpretado a Freud.
¿En algún momento se sintió incomprendido por su familia?
No más que otros. La adolescencia es un periodo de rebeldía
natural para cualquiera. Tienes que encontrar tu identidad como persona. Tienes
que oponerte al padre, a la madre o a los dos. Con mi padre, por ejemplo, me di
cuenta de que era mejor no hablar de política. Es algo que ahora pasa en casi
todas las familias. Hay mucha división, en España y en EE UU. Es algo de lo que
sacan provecho algunos políticos. Que haya lío en la sociedad es algo que
conviene a ciertas personas y entidades.
¿A quién interesa este conflicto social?
Hay quienes se aprovechan de esa división para sembrar sus
ideas, aunque sean mentiras. Lo demuestran las barbaridades que dicen Trump y
sus socios. En EE UU la situación es salvaje, existen realidades opuestas.
Ahora cada uno vive en su burbuja. Me parece peligroso.
¿En España no sucede eso?
También pasa, pero en la sociedad todavía se habla, hay
puntos de vista que se cruzan. Dicho esto, hay políticos que usan las mismas
estrategias. Hace solo 10 años, no sé si alguien hubiera dejado morir a
ancianos durante la pandemia, sin medicamentos, con la desfachatez de decir
que, de todas formas, se iban a morir igual. Lo que veo acá es que ciertos
partidos toman nota de lo que ha funcionado para Trump y los suyos, y mienten
sin vergüenza. Aunque te pillen, la mentira acaba calando. Y siempre habrá gente
que, al escucharlos, se diga: “Claro que sí, con dos cojones, hay que
plantarles cara a los marxistas, las lesbianas y los inmigrantes”. Si no tienes
vergüenza ni ninguna brújula moral, puedes llegar muy lejos…
¿En política y también en el cine?
Supongo que también…
PABLO ZAMORA
Pese a sus formas clásicas, su película apuesta por una
narración desordenada, contiene una parte de opacidad y evita a toda costa los
subrayados innecesarios. “Me gusta hacer el cine que quiero ver, que no me tome
por idiota y respete mi pensamiento y mi forma de entender lo que veo”, se
explica Mortensen. ¿La mayoría del cine actual nos toma por estúpidos? “No sé
si la mayoría, pero es natural, sobre todo cuando el presupuesto es muy alto,
que nadie se arriesgue a perder la inversión”, afirma. “A veces, [los estudios]
se exceden cuando aspiran a que todo el mundo lo entienda todo. E incluso que a
todo el mundo le guste todo. Cuando son producciones de alto presupuesto, se
organizan esas proyecciones con público para ver cuál es su reacción. A mí, por
suerte, no me ha afectado, porque no he dirigido películas de ese tamaño”. Como
actor, sí le habrá pasado. “Sí, incluso te obligan a rodar las escenas de
nuevo. Te dicen que el 80% de los espectadores no ha entendido por qué tu
personaje se llamaba así, así que le van a cambiar el nombre y a grabar de
nuevo todos los diálogos. Es absurdo. Una vez me negué”. Su admirado Robert
Aldrich accedió a cambiar el final de Apache. Por ser un buen soldado, el
estudio le dejó rodar películas de más envergadura. “Yo no lo hubiera hecho.
Sería incapaz, aunque luego sufriera para encontrar financiación para el siguiente
proyecto”, admite Mortensen.
Pese a haber trabajado con algunos de los grandes directores
de nuestro tiempo, de Peter Jackson a David Cronenberg, pasando por Brian de
Palma o Ridley Scott, su carrera dibuja cierta reticencia al estrellato
hollywoodiense. Vivir en Madrid, donde reside a tiempo parcial desde que inició
su relación con la actriz Ariadna Gil en 2009, le ha ofrecido una distancia
sana respecto a las derivas de la industria. “Viví muchos años en Los Ángeles
y, salvo algunas personas de los equipos técnicos y algún actor puntual, no
hice amistades muy sólidas”, reconoce. “La vida social de la industria nunca me
ha interesado. Nunca iría a una ceremonia de premios sin estar nominado. No me
interesan los cócteles. Ahora, si hay un ciclo de un director que me interese,
sí voy…”. En Madrid, es habitual verlo en el cine Doré, sede de la Filmoteca,
no muy lejos de su casa.
Pese a ser un actor de prestigio desde su debut con Peter
Weir, en un ínfimo papel en Único testigo —seguido de un recordado protagonista
en Extraño vínculo de sangre, de Sean Penn—, Mortensen no se convirtió en una
estrella de verdad hasta los 43 años, cuando sustituyó a otro actor en El señor
de los anillos (Stuart Townsend, primera opción de Jackson; ¿quién se acuerda
hoy de él?). Aceptó solo por insistencia de su hijo, fan de los libros de
Tolkien. “La verdad es que, hasta El señor de los anillos, no noté la fama. Ahí
fue cuando la gente empezó a identificarme por la calle, de vez en cuando.
Antes solo me pasaba con los puertorriqueños en Nueva York. Me veían y me
gritaban: “¡Lalin! ¡Lalin!”. Se refiere a su personaje en Atrapado por su
pasado (Carlito’s Way), con Al Pacino.
Bueno, le pasa a cualquiera con un oficio público, digamos.
Si tu película tiene éxito, te van a hacer fotos por la calle. A veces, fotos
muy raras. Me han retratado con mi perra en el veterinario o haciendo la siesta
en un banco del parque. Si querían dar la impresión de que era un homeless [sin
techo], pues lo hacían. Luego tiene una parte bonita: cuando te paran por la
calle, es para decirte que les ha gustado algo que has hecho. A mí nunca me han
parado para decirme que soy un hijo de puta, de momento.
¿En España tiene más privacidad que en Estados Unidos?
Eso no ha sido un problema ni en Madrid ni en Los Ángeles. A
veces, la gente arma sus propios líos con su conducta. Si vas con tu entourage,
si vas buscando atención, la vas a tener. Yo voy en metro, hago la compra,
paseo a mi perro. La gente nunca me reconoce, tal vez porque no esperan
encontrarme en esos sitios. Alguna vez se me acerca alguien para decirme: “Te
pareces a ese actor, ¿cómo se llama? Sí, hombre, Víctor no sé qué…”.
¿Cree que en algún momento le ha castigado la industria por
no querer jugar a este juego? ¿Ha perdido algún papel o alguna oportunidad por
no ser más sumiso?
Es posible que, si te pronuncias públicamente contra una guerra,
eso te pase factura. Pero no voy a echarle la culpa a nadie. Soy responsable de
mis decisiones. Y tampoco tengo quejas. Durante los primeros 15 años no pude
trabajar solo de actor y tuve que hacer otros trabajos. Fui florista,
camionero, barman y camarero, hice mudanzas de muebles, pero luego he podido
vivir únicamente de trabajar en el cine.
Le pregunto lo mismo sobre España, donde ha rodado poco, con
la excepción de Alatriste. ¿Sus opiniones le han pasado factura? Pienso, por
ejemplo, en cuando defendió el referéndum en Cataluña y se afilió a Òmnium
Cultural en 2017.
Sí, se sigue diciendo que fui un traidor, que no sé nada,
que soy un mamarracho, que soy argentino. Pero da igual de donde uno sea, a mí
me interesan las culturas diferentes. Me interesa la diversidad cultural de
cualquier país, la variedad de culturas, lenguajes y opiniones. Que me hiciera
miembro de esa organización no significa que esté de acuerdo con todo lo que se
diga y se haga. Me preguntaron si creía que la gente tenía derecho a opinar y a
votar, y respondí que sí.
Pero se interpretó como un apoyo a la independencia.
Sí, y salieron cosas muy feas sobre mi novia y su familia
[su suegro es el abogado laboralista August Gil Matamala], yendo a lo más
básico y estúpido, malinformando. Cada generación tiene el deber de educar a su
juventud a no temer al otro, pues ese miedo al otro es lo que te hace odiar. E
insisto, hay políticos que se aprovechan de ello. No sé si me afectó y tampoco
me importa. Mi modelo es Albert Camus, una persona libre que decía verdades,
como cuando comparó los gulags con lo que hacían los nazis. Sartre y De
Beauvoir lo trataron de traidor al comunismo. Yo admiro a quienes no se
enjaulan por voluntad propia en prisiones ideológicas.
Después de Hasta el fin del mundo, Mortensen quiere seguir
dirigiendo. Tiene varios guiones listos. Ha firmado una historia sobre la
ocupación alemana en Dinamarca, inspirada en la familia de su padre. Tiene otro
guion que transcurre en la Argentina actual, protagonizado “por gente normal”
(por supuesto, Javier Milei no es santo de su devoción). La que más desearía
rodar es un cuento protagonizado por un nativo americano en la Nebraska de los
cincuenta. “Es un adolescente con gran talento para cazar caballos salvajes,
pero al que no le gusta matar y que se niega a descabezar a otro hombre, que es
un rito de paso para los varones. Entonces se convierte en un marginado, en el
raro al que no le gusta pegarse, en un chico que no quiere ser un hombre”.
Y ese chaval, ¿es él? “De niño, tenía la costumbre de
escapar, y lo sigo haciendo. De vez en cuando desaparezco. A ese personaje
también le pasa: se escapa, tiene experiencias y luego vuelve a lomos de
caballos”, relata Mortensen. “Yo he vivido un poco así: he ido a la aventura,
como ese niño que escapa para encontrarse. A él le da igual lo que significa
ser cool, no cree que eso implique tomar drogas o decir palabrotas. Tiene una
forma de rebelarse tranquila, discreta, contra lo que se espera de él. Yo me
identifico con esa rebelión no violenta”. Sus modelos, asegura el actor, han
sido las actrices. Bette Davis, Barbara Stanwyck, la Juana de Arco de Dreyer.
Las mujeres de Renoir y las de Ozu. Liv Ullmann en Sonata de otoño, Meryl
Streep en La decisión de Sophie y Jessica Lange en Frances. ¿De ahí viene su
masculinidad firme pero nunca agresiva, que no encaja del todo, pese a su
físico anacrónicamente viril, en el modelo impuesto por Gary Cooper o John
Wayne? “No es algo consciente. Sexualmente, todos somos una mezcla”, dice.
Cuando encara un papel, se pregunta quién es esa persona cuando nadie la
observa. “Nos pasamos la vida haciendo un papel de cara a los demás. Es
natural, una cuestión de supervivencia. A mí me interesa saber quiénes somos
cuando dejamos de interpretarlo. Yo voy cambiando todo el rato. No soy la misma
cosa siempre, aunque quiera verme así.