Los esposos Gonzales-Uraquine: Del pastizal al cholet moreno
Texto y
fotos: Marco Basualdo
Villa
Ingenio es un barrio de El Alto que hace más de tres décadas mantenía el
paisaje de la llanura altiplánica, propicia para la crianza de ovejas, llamas,
gallinas y chanchos, destinados a la sobrevivencia y también al comercio
menudo. Las casas eran construidas con adobe y techo de paja, y en un principio
sus habitantes no contaban con luz ni agua potable ni alcantarillado. En esas
condiciones se criaron Cirilo Gonzáles y Claudina Uraquine, protagonistas de una
gran gesta alteña.
Él
nació en 1969 en lo que entonces se denominaba Comunidad Ingenio. Es uno más
entre ocho hermanos que estudiaron en la escuela Bartolina Sisa y que
compartían una habitación, entre cuyas paredes la carencia también hacía de
inquilina. Sin mobiliario más que una cama, la vida de los hermanitos Gonzáles
se repartía entre la escuela y las obligaciones domésticas. El padre era chofer
y hacía viajes con carga pesada a las provincias paceñas, incursiones en las
que se turnaban los hijos para ser compañía y conocer -el papá siempre lo
mencionaba-, que el sacrificio es la llave para la superación.
Contagiado
por la ocupación del padre, siendo muy niño empezó su afición por los
motorizados. A los 15 años ya era ayudante oficial en la empresa de volquetas
en la que trabajaba su papá, y una vez concluido el bachillerato, empezó a
dedicarse de lleno al rubro del transporte, pues sabía que para su padre y su
numerosa familia iba a ser muy difícil respaldar sus estudios universitarios. Y
es también, en ese decisivo momento, cuando su vida se cruza con el amor y
compañera de sus días hasta la actualidad.
Claudina
también nació en lo que aún era una comunidad en el año 1969, y recuerda su
niñez dedicada al pastoreo de ovejas y al cuidado del ganado vacuno, además de
los quehaceres en la lechería que administraba su madre. Ella era otra hija más
de un total de siete hermanos que compartían una sola habitación. Cuenta que su
padre era comerciante y que le había inculcado la cultura del trabajo, el
sacrificio y el negocio, para la sobrevivencia. Y también recuerda esas épocas
malas, cuando el pan se partía para compartirlo. “Cuando no llovía era grave
para nosotros, el pasto no crecía, los animales no se alimentaban bien y no
daban leche”, explica. La niña fue creciendo y a los 17 decidió convivir con su
novio Cirilo, que tenía 18. “Hemos hecho travesuras, éramos muy jóvenes”,
recuerda. Corría 1988 y la joven pareja, que ya esperaba un niño, se fue a
vivir a un cuarto que les proporcionaron en la casa de los suegros paternos;
ambos continuaron con sus ocupaciones y gracias a un buen ahorro y préstamos de
algunos parientes, materializaron su primer sueño hacia 1990: Un camión arenero
propio. Con él trabajaron a la par, ella hacía de ayudante y compañera en los
viajes largos, siempre midiendo en gastos y ahorrando cada peso.
LA
OBRA ANHELADA: UN CHOLET CON
GIGANTESCA CARA DE MORENO
El
éxito les permitió comprar un terreno en el que construirían su casa. Al poco
tiempo llegó un segundo hijo y las responsabilidades sumaban, y como
advirtieron que su zona empezaba a poblarse, comenzaron a comprar tierras con
el objetivo de venderlas posteriormente. En 1995 compraron una retroexcavadora,
que además de utilizarla en los contratos para la construcción que empezaron a
aparecer, también podían alquilarla. Así, en vista de que la pareja había
demostrado a sus padres que lo suyo no había sido un error, entre ambas
familias aportaron para otro terreno con el fin de edificar un cholet.
En
2014 se pusieron los primeros cimientos del que iba a ser el hogar de la
familia, que le habían pedido al arquitecto la mayor funcionalidad posible.
Entonces el profesional dibujó un edificio de siete pisos, que además de un
salón de fiestas para 700 personas, contemplaba galerías, una cancha de fulbito,
un recreo familiar en la terraza, además de los departamentos para la familia.
Con
esas exigencias siguieron con su faena, compraron otra retroexcavadora y
empezaron a contratar personal. Lo ganado iba destinado a los materiales para
la construcción y así fue tomando forma el edificio que incluiría una
gigantesca careta de Moreno (6 x 4 mts.) en su frontis. “Nos dimos cuenta que
mucha gente pone máscaras de robots en sus casas y nosotros queríamos rescatar
la cultura nacional”, dice Claudina. Ella es una fanática del folklore y en
particular de la danza de la morenada. Quizá por ello también contrataron a
artistas para inmortalizar bailes y paisajes en las paredes del salón Ingenio,
que alquila sus instalaciones por la suma de 2.000 dólares día. “Queremos que
sea el hogar de nuestros hijos, hemos construido esto para que ellos”, añade el
padre de familia, quien también tiene su empresa de camiones y maquinaria
pesada, con cuatro volquetas y dos retroexcavadoras. Y el matrimonio Gonzáles-
Uraquine va por más.