Interregno
Algo no termina de perecer y lo nuevo no termina de nacer,
esos parecen ser los tiempos políticos que nos está tocando vivir. Ese periodo
de incertidumbre y posiblemente desorden no será necesariamente corto, podría
durar muchos años. Tampoco están dados los contenidos sustantivos del nuevo
momento que irá emergiendo, no hay nada inevitable ni será necesariamente mejor
de lo que ya estamos viviendo, eso dependerá de la habilidad e ideas de los
actores políticos y también del azar y las contingencias.
En medio de la descomposición del bloque oficialista con sus
múltiples conflictos y anécdotas, lo más atractivo es dedicarse a comentar y
sobreinterpretar cada uno de los truculentos episodios de ese espectáculo
decadente. El panorama es obviamente confuso y sorprendería que no sea así. En
ese contexto, es quizás más útil pensar en lo que develan esos acontecimientos
sobre la comprensión de los principales actores acerca de este momento.
Lo más llamativo, desde mi punto de vista, es su incapacidad
para ir más allá de las interpretaciones y prácticas hegemónicas a las que nos
tenía acostumbrado el viejo tiempo, pese a que el contexto concreto que las
alentaba sucumbió súbitamente allá por noviembre de 2019. A ratos, todos los
actores parecen, pues, zombis, caminantes medio-vivos de un mundo extinto
buscando una mutación que les devuelva el alma.
Los masistas, en sus dos facciones, siguen convencidos de
que la sigla, los “auténticos dueños del instrumento”, una improbable
consciencia unitaria de los compañeros que tanto se amaron o la entronización
de un viejo-nuevo “conductor” les garantizan una mayoría electoral y política
que les permitiría seguir hegemonizando la vida nacional. Es decir, quieren
volver, algunos con nuevo jefe, a septiembre de 2019. Por eso la pelea a muerte
por controlar esos objetos, casi fetichizados, que les deberían permitir
conseguir ese anhelo.
Mientras tanto, los variopintos opositores, momentáneamente
remozados por las desgracias del contrario más que por sus inexistentes
aciertos, insisten en su ya habitual tentación por pensar lo que viene como la
gran posibilidad o incluso el inevitable retorno al supuestamente mítico pasado
republicano-neoliberal, es decir a algo parecido al país de 1990, o ahora sí
por la verdadera gran ruptura, esta vez en dirección de un liberalismo con
dosis trumpistas y delirio mileísta. Suena rarito, aunque estoy exagerando
apenas un poco. Es decir, el tránsito, casi sin transición y sin hacer mucho,
hacia una nueva hegemonía, esta vez de derecha.
Ninguno de los bandos parece intuir que quizás el fondo real
de la actual confusión política y de nuestra cada vez más difícil
gobernabilidad tiene que ver con modificaciones sustantivas en los equilibrios
del poder económico y social que se dieron en el último decenio. La sociedad y
sus dirigencias son hoy mucho más complejas, plebeyas y desiguales, pluralidad
agravada de intereses legítimos y particulares, que reclaman su voz y parte en
la gestión del poder y que negocian sus apoyos al poder político sin lealtad y
a veces sin principios.
Quizás ese proceso hubiera sido paulatino y más controlado,
pero en 2019 se produjo un accidente: el núcleo organizador del sistema
desapareció y pasamos de golpe a un nuevo universo. Me parece que de eso ya no
hay retorno y los espasmos de estos días son solo la expresión de esa
constatación. Eso, por supuesto, no quiere decir que el masismo desaparecerá,
no seamos tan simplistas, sino que posiblemente vaya mutando a nuevas formas de
organización política y vínculos con el mundo social, incluso con momentáneas
unificaciones y posiciones mayoritarias que durarán lo que les permita el
contexto.
Esa continuidad me parece aún más obvia si nos referimos al
nacionalismo económico o a la predominancia plebeya popular en la política,
rasgos que tendrán una larga vida considerando su naturaleza casi estructural y
fundacional del país real en el que estamos viviendo, incluso más allá de los
avatares del MAS y sus líderes.
Así pues, la tarea de la política en el corto plazo tiene
que ver con ordenar hasta donde se pueda y racionalizar, primero, el largo
interregno que viene por delante y evitar que sus costos sean demasiado altos
para la nación o que nos lleven a una crisis socioeconómica, y en eso hay
quizás consenso de todos, la platita no puede faltar. Al mismo tiempo, habrá
que ver qué actor tiene ideas claras, habilidad política suficiente y las
bendiciones del dios de la fortuna para rearticular una nueva coalición
sociopolítica, consistente con las transformaciones del país, que perfile un nuevo
orden político de largo plazo.