Ya nadie cree en nada

La realidad, tarde o temprano, desnuda las ilusiones de los dirigentes. Los sucesos de estas semanas están mostrando que ninguno de los problemas que erosionaban la gobernabilidad se han solucionado un ápice. Al contrario, se están agravando. Un clima espeso de incertidumbre y desconfianza se está instalando, la pregunta es hasta dónde llegará y si las dirigencias se darán cuenta de los riesgos que esto entraña para su propia sobrevivencia.

 

Ninguno de los patéticos intentos de mostrar músculo de los actores de la tragicomedia parece surtir efecto. El conflicto en el oficialismo sigue ahí al ritmo de congresos para todos los gustos, barrocas manipulaciones judiciales y declaraciones rimbombantes de refundaciones y resistencias heroicas.

 

Pocos se acuerdan del evento de Lauca Ñ, salvo los abogados de Evo que siguen creyendo que a punta de sus interpretaciones se resuelve algo. El más reciente happening alteño de la otra ala masista tuvo sus dos días de fama para luego ser puesto en duda hasta por sus propios creadores, flor de un día, sunchu luminaria. Cada día se hace más difícil mantener la atención de la ciudadanía y darle algún sentido al berenjenal. Ahora todos piden unidad y diálogo, como hace un año. No hay pues solución. Mientras, qué pérdida de energía y tiempo.

 

Si fuera solo una cuestión acerca del futuro de esa dirigencia, la verdad no sería tan grave. El problema es que se supone que nos gobiernan y por tanto las ondas expansivas de su insensatez nos están afectando a todos.

 

El derrumbe en 24 horas de una norma anodina que modernizaba el registro de derechos reales y la nueva exacerbación de la discusión sobre la falta de dólares son apenas las señales visibles de un clima social terriblemente descompuesto. No sé si la gente del Gobierno lo entiende, pero las condiciones para tomar decisiones o hacer algo sustantivo en el país se están volviendo casi imposibles.

 

La mayor anomalía no es la irresponsabilidad e ignorancia de los que se dedican a sembrar noticias falsas y estupideces con tal de dañar al adversario, o la abierta complicidad de alguno de ellos con las mafias que se benefician con la caída de esas normas. Algo de eso ya pasó cuando por causas justas tumbaron la ley sobre las ganancias ilícitas y no aprendemos. La polarización está siendo instrumentalizada en beneficio de los maleantes y además algunos se sienten orgullosos de esa gesta, a eso hemos llegado.

 

Lo más preocupante es la facilidad social de la propagación del rumor y la incapacidad de las instituciones estatales para enfrentarlo, al punto que la única salida resultó ser una rendición fulminante. Nadie cree en nada, sobre todo si es expresado por autoridades públicas.

 

Lo cual tampoco debería sorprendernos a la vista de los contubernios entre políticos, jueces y fiscales, la colección de medias verdades acerca de la situación económica a las que se nos está acostumbrando o la deplorable reputación de la mayoría de voceros de todas las fuerzas políticas. Es decir, la erosión permanente de la palabra oficial e institucional tiene costos en aspectos insospechados.

 

Y esta no es la enésima kayqueada de un columnista fatalista o dador de lecciones, no suele ser mi estilo. Preocupa la consolidación de ese tipo de clima social en un contexto en el que la situación económica es muy delicada y estamos a punto de entrar a un año electoral feroz. Sin un mínimo de confianza en las instituciones y capacidad de las autoridades para explicar y convencer a la gente sobre la sensatez y legalidad de sus decisiones, estamos fritos.

 

En concreto, la “pradera social” se está secando rápidamente, con un sistema de partidos dedicado a autodestruirse, que pierde credibilidad, y gente con temor y sin expectativas de futuro como lo muestran las encuestas.

 

En consecuencia, la pregunta no es de dónde vendrá la chispa que podría incendiar la pradera dada la cantidad de pirómanos sueltos, sino si tendremos, desde algún lado, dirigentes o autoridades que asumirán la responsabilidad de atenuar esas pulsiones, serenar al país y viabilizar una resolución democrática de nuestros líos.

 

Me temo que la pelota está ahora principalmente en la cancha del Gobierno, que guste o no tiene el mandato de dirigirnos y que debe reordenar mínimamente el escenario político y económico por el bien de la nación, y de instituciones como el Tribunal Supremo Electoral que deben mostrar su temple y no inmolarse al cohete por las presiones de unos y otros. Así de frágil está la cosa.  

Armando Ortuño