El Alto: una feria del libro que apunta al cielo; crónica brutal sobre la urbe que busca su identidad

Por Marco Aviles/El País

 

Como muchos perros que viven sueltos en las ciudades de América Latina, Choco supo integrarse a Ciudad Satélite, un barrio al este de El Alto, a partir de un rasgo poco apreciado cuando hablamos de perros de la calle: el trabajo. Durante años, Choco fue el guardián de una plaza y, gracias a su corpulencia, espantaba a ladrones y ayudaba a que vecinos y vecinas llegaran a salvo a sus casas. Choco comprendía el ayni, la famosa reciprocidad andina.

A cambio, recibía comida, tenía una casita de madera y hasta un veterinario local se volvió su doctor de cabecera. Choco murió en 2014 pero la estatua de bronce que los vecinos erigieron en su honor continúa vigilando la plaza. Leo esta historia en los pasillos de la Primera Feria Internacional del Libro de El Alto, mientras hojeo ensayos y crónicas, esos géneros que relatan y piensan la vida de esta ciudad casi en tiempo real y que, en especial, hablan de su fascinante irrupción en el paisaje cultural de los Andes.

Extendida sobre una planicie a 4.000 metros sobre el nivel del mar, El Alto es una ciudad de mayoría aymara, indígena, “india”, que en solo cuatro décadas (desde su fundación en 1985) se ha convertido en la capital no oficial de Bolivia. Su vibrante economía y su protagonismo político han desplazado en interés a La Paz y Santa Cruz, ciudades donde aún anidan las élites tradicionales. En 2003, El Alto enfrentó en las calles a Gonzalo Sánchez de Lozada, Goni, un presidente que intentó privatizar el gas inútilmente y terminó huyendo del país. En 2019, El Altó protestó contra Jeanine Añez, una presidenta interina hoy en prisión que llamó satánicas a las personas aymaras. Las gestas quedaron grabadas en la piel de los alteños. En 2003, durante la llamada Guerra del Gas, el adolescente Raimundo Quispe recibió siete balazos en la pierna, según cuenta en su libro Ciudad Apacheta (Sobras Selectas, 2023). En 2019, cuando ya era un panadero que además escribía libros, Quispe corría bajo las bombas lacrimógenas para repartir el pan. “Ni siquiera en la guerra debe faltar este alimento”, me dijo una tarde mientras vendía sus propios libros en la feria. Por cada ejemplar, los compradores se llevaban de cortesía una crocante marraqueta.

A pesar de su épica, El Alto es más conocido fuera de Bolivia a partir de los edificios coloridos y futuristas llamados “cholets”, cuyos diseños se inspiran en la geometría del arte Tiwanaku o bien pueden rendirles homenaje a Iron Man, los Transformers y Los Caballeros del Zodiaco. Los cholets son un signo de poder y riqueza de la clase alta aymara y fascinan a críticos de arte en todo el mundo. Caminar entre ellos se siente como habitar en una película 3D, acaso en Cibertrón, la tierra de Optimus Prime. Pasado el efecto, El Alto vuelve a ser una ciudad con 60.000 empresas, calles de vida intensa donde se comercia a diario más de tres millones de dólares y cronistas a la caza de detalles que expliquen qué demonios pasa en su ciudad. Quizá por eso, la estatua de Choco, el perro guardián, no parece en los libros una metáfora sobre la inseguridad terrenal sino un objeto literario que apunta al porvenir. “Choco mira fijo algún horizonte”, escribió el novelista Rodrigo Urquiola en la antología No me jodas, no te jodo (Sobras Selectas 2018), “allá lejos, al altiplano inmenso donde El Alto seguirá creciendo”. Lo dicho: una profecía.

Reporteros y académicos llegan a esta ciudad para escribirla y analizarla. A pesar de las buenas intenciones, escribir sobre El Alto desde fuera de El Alto, es correr el riesgo de contribuir –adjetivo a adjetivo, estereotipo a estereotipo– con la caricatura de una ciudad de “indios” bárbaros, que se debaten indecisos entre la tradición y la modernidad, que no entienden la democracia, que solo saben ostentar su dinero en fiestas descomunales y edificios estrafalarios. El alteño “está acostumbrado a que lo miren como el residente de un Mordor andino”, ha escrito el novelista Daniel Averanga en su libro Clave de Sol (Nina Katari, 2022), una guía cultural que descifra esta ciudad de casi millón y medio de habitantes a partir de sus plazas, sus ferias, sus fiestas, sus CD’s de música chicha y hasta de sus basurales. Por eso, esta primera feria del libro es la oportunidad para apreciar y leer en un solo espacio, sin intermediarios, lo que autores y autoras locales están escribiendo. ¿De qué trata su ciudad? ¿De qué trata su literatura? ¿Qué dice El Alto sobre los posibles futuros de América Latina?

Todo edificio aloja un mensaje. La feria de El Alto transcurre en uno bello y descomunal como una vitrina transparente del tamaño de un coliseo. Podría ser un museo en cualquier capital europea o la sede de una startup en Silicon Valley, pero se trata de la Terminal Metropolitana de autobuses. Delegaciones de cientos de escolares recorren sus pasillos, pero el edificio tiene la insaciable virtud de parecer siempre vacío, como si pudiera acoger a más gente, más público, más comercio. Los ascensores desembocan en un helipuerto que mira al altiplano. Desde allí, El Alto es un océano de calles comerciales donde surfean minibuses. Infinitas casas y edificios a medio construir anuncian que, si toda ciudad es una novela, El Alto sigue escribiéndose ahora mismo, mientras la leemos. Las cabinas del teleférico surcan el cielo como coches voladores. El aire futurista y popular ha inspirado relatos cyberpunk como De cuando en cuando Saturnina, la novela de la inglesa Alison Spedding (Mama Huaco, 2004), o el cómic Altopía, de los paceños Alejandro Barrientos y Joaquín Cuevas (El Cuervo, 2022). Cuesta imaginar que alguna vez este paisaje fue una gran pampa salpicada de ichu, donde mineros y campesinos desplazados se instalaron para dormir durante las noches e ir a trabajar a La Paz durante el día, la antigua ciudad más importante de Bolivia.

La ‘independencia’ de La Paz

En ese punto la historia de El Alto, se parece a la de muchas periferias indígenas, cholas, champurrias y negras que suministran mano de obra a las capitales de América Latina. Lo particular es que, de alguna manera, esta ciudad supo conquistar su autonomía y cortar su dependencia de La Paz, no solo la económica sino la política y emocional. Ahora es un municipio independiente, pero, como sociedad aymara, El Alto encaró el racismo y el clasismo antiindígena típico de América Latina (un poco de eso se tratan las gestas de 2003 y 2019). En 1992, una periodista de La Paz le preguntó al líder político Felipe Quispe por qué protestaba con tanta determinación. Quispe, cuyo ejemplo iba a inspirar a generaciones de alteños, respondió con agilidad: “A mí no me gusta que mi hija sea tu empleada”. Quien para las élites era un “indio” desubicado y malcriado, para los “indios” era el intelectual que encontraba las palabras para nombrar lo innombrable.

Lo que pasó después en el país es en parte el argumento de Los hijos de Goni (Sobras Selectas, 2022), de la escritora Quya Reyna, una memoria personal que perfila con ironía a la Bolivia neoliberal y el espíritu del capitalismo aymara. El libro se lee tanto en escuelas de El Alto como en universidades de los Estados Unidos. Reyna discute la imagen romántica y acartonada de pueblo martirizado que políticos y académicos fabrican sobre su ciudad. “El Alto creó su propia ciudadanía a partir del dinero”, ha escrito. De niña, ella solía trabajar junto a su padre carpintero en las casas de clase alta de La Paz. El trayecto en minibús hasta ese lugar era la típica excursión latinoamericana que te lleva de la precariedad de la periferia “india” hasta la inocente plenitud de los centros de poder. Padre e hija desayunaban quinua con manzana y acumulaban fuerzas antes de partir. Al descender del vehículo, Reyna “sentía como si fuera una persona que venía de otro país”. Su padre le explicaba: “Estos son q’aras [blancos], tienen plata. Por eso tienes que estudiar”. Hizo caso. Tres décadas más tarde, allá “abajo”, en La Paz, todavía está el centro del poder, pero ya los alteños no tienen que bajar necesariamente para ganarse la vida. Ahora tienen trabajo, universidades, equipo de fútbol profesional, libros. De hecho, muchos vecinos de La Paz, que jamás subirían a El Alto, ahora lo hacen atraídos por esta Feria del Libro.

 “La Paz murió en el siglo XX, y El Alto nació de esa muerte”, escribe el poeta Fher Masi en Literatura de minibús, un libro objeto compuesto por poemas y aforismos ideales para leer mientras recorres esta parte del mundo en el transporte público por antonomasia. Cuando era niño, Masi caía hipnotizado por los stickers adheridos en las paredes y ventanas de los minibuses (“Si salió tarde, no es culpa del chofer”, “Más vale perder un minuto en la vida que la vida en un minuto”). Aquellas ráfagas de lenguaje se leían rápido pero tenían el poder de dejarte pensando por mucho tiempo. Ya de adulto, y tras dejar el servicio militar donde había escrito poemas y canciones, Masi no sabía cómo darle coherencia a su obra hasta que encontró la respuesta en el transporte público, mirando los stickers como cuando era niño. A veces la vida consiste en retornar al mismo paradero, como en la ruta del minibús. “Lo que no te mata te hace más alteño”, dice otro de sus aforismos impresa en papel adhesivo. Después de leerlo, lectoras y lectores pueden pegarlo allí donde los lleven la vida o el minibús, y así expandir la alteñidad.

¿Pero qué es, entonces, lo alteño? “Los aymaras somos personas en constante miramiento, luchando por ser mejor que el otro”, escribe Quya Reyna. “Por eso los adornos coloridos en las bicicletas y minibuses, por eso las fachadas bien llamativas de los nuevos edificios, por eso la línea de casimir bien marcada, por eso los aretes de oro (...). Por eso, nada más que por eso, porque no se puede vivir sin decirle a tu vecino: Tu envidia es mi bendición”. O, como reza el título de una reciente antología: Tu envidia es mi ficción (Nina Katari, 2024). Ese vecino, cuya envidia te nutre, bien puede ser La Paz o la ciudad de Santa Cruz, el gran polo económico del oriente del país. Quya Reyna se ha mudado allí para escribir su próximo libro, la historia de cómo los aymaras han migrado también a esa ciudad llevando su cultura, su economía, su piel. De manera que El Alto ya no es solo un lugar sino un verbo que recorre el país. “La alteñización –explica el editorial del fanzine del colectivo de artistas, escritores, libreros El Alto Aesthetics– no significa el exterminio de otras sociedades, porque según lxs alteñxs, ¿para qué te van a matar si te pueden convertir en alteñx o te pueden vender algo?”.

 

¿Una ciudad aymara que no habla aymara?

En las afueras de la feria, los retos de la alteñización del país se encarnan en un panel enorme que anuncia el próximo censo. “Aquí vivo, aquí me censo, aquí sueño”. En 2012, cuatro de cada diez personas en Bolivia se identificaba con un pueblo o nación originaria. La proporción es mayor en El Alto, donde siete de cada diez personas son aymaras. Pero esta vez, reina la duda sobre si más personas que antes se autoidentificarán indígenas o si continuará la tendencia a la baja. La vergüenza y los estereotipos empujan a millones de personas indígenas en América Latina a identificarse como mestizas; en especial cuando ya no hablan el idioma de sus padres o abuelos. Por eso, dentro y fuera de las redes sociales, hay campañas y una gran discusión para motivar a las personas jóvenes a censarse como aymaras, incluso si ya no hablan este idioma. En un salón de la feria, la profesora Claribel Arandia, directora de la carrera de Arte de la Universidad Pública de El Alto, ofrece una conferencia sobre la estética aymara y, en un momento, le pregunta al público:

–A ver, ¿cuántos de ustedes hablan aymara?

Del medio centenar de estudiantes universitarios que la escuchan, solo tres levantan la mano.

–¿Cuántos entienden? –Arandia cuenta con satisfacción– Ah, no ve. Es importante mantener el lenguaje; si no, el imaginario y los procesos simbólicos corren el riesgo de perderse.

Dicho en sencillo: El Alto podría convertirse en una ciudad aymara donde ya no se habla el idioma aymara. Pero el profesor, poeta, lingüista y ciberactivista Rubén Hilari no está dispuesto a aceptar ese futuro. En un extremo de la feria, donde los autores independientes aparecen relegados, Hilari parece un malabarista que intenta acomodar sus múltiples libros y enciclopedias en una mesa apenas más grande que un tablero de Monopolio. Entre traducciones de El principito, poemarios y diccionarios Aymara-Español, Aymara-Quechua, Aymara-Inglés, destaca un volumen monumental de casi mil páginas titulado Aymaran llika arunaka, Facebook, Orbot ukat Telegramarjama (Jaqi Aru, 2024). Es la traducción al aymara de los términos y frases que usamos en redes sociales. El equipo de autores, me dice Hilari, acaba de enviarle una carta a Mark Zuckerberg con argumentos para que su empresa lance versiones en aymara de sus plataformas. Una delegación escolar se detiene frente a la mesita de Hilari. Les atrae un afiche con un código QR que invita a descargar Telegram en aymara. Varios sacan sus smartphones y descargan la aplicación.

–A ver, chicos –les dice Hilari–, ¿saben cuál es la palabra más larga en aymara?

Nadie responde. Hilari les indica con el dedo el título de un poemario suyo, y allí está la palabra. Como el quechua y el alemán, el aymara es una lengua aglutinante y muchas oraciones son en realidad palabras larguísimas.

–Repitan conmigo: A-rus-kip-t’a-sip-xa-ña-na-ka-sa-ki-pu-ni-ra-kïs-pa-wa.

–Aruskipt’asipxañanakasakipunirakïspawa.

–¿Y qué había significado?

Un adolescente responde con la emoción de quien espera llevarse un premio:

–Significa: “Todos debemos estar en constante comunicación unos con otros”.

–Exacto –dice Hilari–. Así de largo se puede sufijar en aymara. Listo, chicos. Ya saben: díganles al padrino o la madrina que les regale textos en aymara.

Cuando el grupo se ha marchado, Hilari me dice que “hay mucho trabajo que hacer con los jóvenes”. Habla con el optimismo activo y activista de quien ha pasado de abrumarse con los diagnósticos a una vida quijotesca de divulgación. Igual que la lingüista mixe Yásnaya Aguilar, en México, Hilari sostiene que las lenguas originarias no desaparecen o se olvidan por culpa de la gente que no las habla, sino porque el Estado trabaja intensamente para desaparecerlas. Aunque abundan los discursos sobre la descolonización y la interculturalidad, las escuelas en América Latina siguen siendo los grandes centros de castellanización. Los niños salen de casa hablando aymara o quechua o mixe, y diez años después han olvidado su lengua materna o no quieren usarla.

La feria tiene muy buena cara (stands muy surtidos, ofertas, exposiciones de arte, la representación de un cholet y hasta una mesa ritual con hoja de coca y una llamita disecada), pero pienso en el poder simbólico de un detalle: por un lado, el puestito diminuto y marginal desde el cual Hilari divulga el aymara, la lengua local; por otro, la ubicación central que tiene Francia, el país invitado, en un stand amplio con vitrinas y sofás, donde puedes sentarte a disfrutar de la vida mientras absorbes información sobre las actividades de la Alianza Francesa en Bolivia. El escritor Carlos Macusaya, que acaba de salir de la presentación del libro Submundo de la política aymara, del periodista Gustavo Calle (Jichha, 2024), ha notado el contraste. “Tengo la impresión de que en la Feria del Libro de El Alto los subalternos siguen siendo los escritores alteños, cuando ellos deberían ser los que estén primera fila, con los puestos más llamativos”. Le traslado la observación a David Hidalgo, presidente de la Cámara Departamental del Libro de La Paz, que organiza la feria en El Alto. “Es un aspecto que debemos intentar mejorar para la siguiente versión”, dice.

Festivales similares brotan en distintas partes de los Andes, como la Feria del Libro Mapuche, en Osorno (Chile) o el festival quechua Katatay, en Apurímac (Perú), y empiezan a formar un mapa de literaturas indígenas difícil de ignorar. Alexis Argüello, fundador de la editorial Sobras Selectas, piensa que esta feria podría ganar incluso mayor realce si, en futuras versiones, invita a ciudades de países vecinos con las que El Alto tiene fuertes relaciones comerciales, como el sur de Perú, el norte de Chile y Argentina, el este de Brasil. “Como andinos, aymaras y quechuas, seguimos compartiendo lazos de sangre y nos entendemos como naciones expansivas”, me dijo. El problema es que los países “se niegan a reconocer que contienen a otras naciones milenarias que habitaron y habitarán nuestros suelos”. Para Breseida Nina Quispe, directora de la editorial Nina Katari, importa observar cómo El Alto se relaciona con otros territorios dentro y fuera de Bolivia pero también con países como Estados Unidos y China, con quienes tiene un flujo comercial constante. Las discusiones sobre cómo podría evolucionar la feria tienen que ver tanto con la imaginación como con la geopolítica, pues ambas cosas parecen fundirse con facilidad en esta ciudad.

De regreso a los pasillos de la realidad, la visibilidad es la batalla pendiente. Si te ven, te compran, te leen, te conocen. En una conferencia sobre el fomento de la lectura, una estudiante se queja: “Yo quisiera leer novelas de terror a lo Stranger Things, pero veo que no se escriben cosas así en El Alto”. Lo cierto es que sí se escriben cosas así, aunque hay que bucear en las profundidades de la feria para encontrar fuentes locales de miedo. Por ejemplo, en la novela La puerta, del premiado Daniel Averanga (Kipus, 2023), que ya va por la cuarta edición, los vecinos de El Alto son abducidos, destripados, torturados y sometidos a ingeniosas formas de dolor. “Los escritores de El Alto estamos buscando que nos lean dentro y fuera de Bolivia, y no solo por las crónicas y ensayos, sino también por la ficción”, me dice en otro momento el mismo Averanga mientras dibuja una coqueta calavera a manera de autógrafo.

La falta de circulación explica en parte por qué la literatura de El Alto no es más conocida y leída fuera de Bolivia. Críticos, académicos y editoriales no parecen por el momento muy interesados en esta irrupción cultural porque no la conocen. La industria editorial mira a América Latina como a una veintena de países, cada cual con sus representantes nacionales: por lo general figuras de las clases medias o altas tradicionales, salvo excepciones solitarias que tienen que ser muy excepcionales para llegar a ese Olimpo. De esta manera, lo que se conoce como literatura boliviana, mexicana o chilena, por decir algo, suele ser un conjunto bastante blanco de autores y autoras. El mapa de países no sirve para recorrer con honestidad los vastos territorios donde se produce literatura en el continente, como El Alto, el Wallmapu, el Perú de cholos y quechuas, por citar algunos espacios. Para llegar a ellos, hace falta otro mapa, uno donde importan menos las fronteras republicanas y más las geografías indígenas contemporáneas.

Keila Vásquez, fundadora del Club de Lectura de El Alto, sabe que, sin los mapas, su trabajo de divulgación sería imposible. Ha pasado los últimos once días orientado a las delegaciones escolares entre los pasillos de la feria, y mostrándoles dónde hallar los libros sobre su ciudad. De niña, me cuenta, lo más cercano a una librería era el señor que cada tanto tocaba la puerta para vender enciclopedias a crédito. Eran tan caras como un televisor, pero aún así la gente ahorraba para comprarlas a plazos. Keila se hizo lectora estudiando esos bodoques donde nunca figuraba su ciudad. Por eso, ahora disfruta motivando a los vecinos y vecinas a conocer y a pensar su ciudad a partir de libros locales. Acaba de publicar el ensayo Descripciones literarias de El Alto en la antología colectiva Pensar El Alto: Tiwanaku Moderno (Nina Katari, 2024), un libro-mapa que invita a entender esta ciudad como resultado por lo menos dos mil años de historia, más que como un brote reciente.

Si El Alto viene de tan lejos, ¿hacia dónde se dirige?, le pregunto. Cada vez que se enfrenta a esta pregunta, Keila recuerda una escena de la película Chuquiago, de 1977, donde un niño aymara contempla la ciudad de La Paz desde las alturas, y lo hace con una mezcla de curiosidad y deseo. Es la época de las grandes migraciones, de los padres y abuelos que llegan con poco o nada para instalarse en el altiplano. “Ahora nosotros ya no necesitamos mirar hacia allá abajo”, dice Keila.

La imagen tiene un efecto cautivador, como si de pronto El Alto fuera un relato que busca maneras de proyectarse lejos, hacia los lectores y lectoras de las muchas periferias latinoamericanas. Su universalidad brota desde allí: desde lo indio, lo indígena.

 

–Entonces, si ya los alteños no miran a la gran ciudad de allá abajo, ¿adónde miran?

 

–Al cielo.