La memoria ardiente de chile
Eran las 13:50 horas el 11 de septiembre de 1973 en Santiago
de Chile cuando el General Javier Palacios transmitió aquel mensaje escueto a
los jefes de las Fuerzas Armadas que esa mañana habían dado un golpe de estado
contra el gobierno democráticamente electo de Salvador Allende. Seis palabras
con que el militar a cargo del asalto del Palacio Presidencial de La Moneda
señalaba el fin de uno de los experimentos sociales y políticos más fascinantes
y alentadores del siglo XX, el intento de Allende y la Unidad Popular, su
coalición de partidos de izquierda, de alcanzar el socialismo sin utilizar la
violencia.
Medio siglo más tarde, en un mundo donde tantas naciones se
ven tentadas por alternativas autoritarias, es más importante que nunca
rememorar esa asonada militar, que tuvo drásticas consecuencias en Chile y más
allá de sus fronteras.
Las secuelas más terribles las sufrieron, por cierto, los
seguidores de Allende. La violencia que nuestro presidente no quiso infligir a
sus adversarios fue visitada ferozmente sobre la sede del gobierno donde el
presidente resistió hasta el final en defensa de la constitución y de la
dignidad. Su muerte sería la primera de muchas muertes. Y la tortura y
ejecución y desaparición de sus colaboradores más cercanos ese primer día fue
el preludio de la persecución sistemática de los allendistas durante la
dictadura, incluyendo una gigantesca ola de exilios (yo estaba entre los que se
vieron obligados a salir del país).
Aunque esas y tantas otras demasías sucedieron durante los
diecisiete años del régimen del general Augusto Pinochet, sus efectos persisten
hoy, perversa y ejemplarmente en los más de mil compatriotas que fueron
secuestrados por la policía secreta y cuyos cuerpos todavía no han sido
devueltos a sus familiares --ni un fragmento de un hueso-- para que pudieran
tener un funeral, ese rito sagrado que se merece todo ser humano.
Si me detengo en las desapariciones como el peor de los
legados de Pinochet y sus cómplices no es sólo porque encarna el modo en que se
extremó el terror y el desconsuelo, sino porque el acto de desaparecer a los
disidentes trasunta lo que la dictadura intentaba hacer con Chile mismo: hacer
desaparecer, en efecto, el sueño y proyecto de un país diferente, justo y
solidario, que venía gestándose a lo largo de nuestra historia. Los nuevos
gobernantes, asesorados por los mismos civiles que conspiraron para derrocar a
Allende, se pusieron a desmantelar la democracia que había permitido el
experimento de la Unidad Popular, liquidando las prácticas y el concepto mismo
de un estado de bienestar, sustituyéndolo por una economía regida por un
fundamentalismo de mercado sin frenos donde primaban, por encima de cualquier
otro principio de cohesión social, las ganancias, el individualismo y el
consumismo exacerbados.
Chile se convirtió en un laboratorio para las teorías de los
Chicago boys y Milton Friedman donde el pueblo chileno, especialmente sus
miembros más vulnerables, padecieron los embates de esta “terapia de choque”
que, muy pronto, se exportó a otros países, notablemente durante los
administraciones de Thatcher y Reagan, un modelo neoliberal que, por mucho que
se encuentre hoy en crisis, sigue siendo globalmente dominante.
No fueron esas las únicas repercusiones de la derrota de
Allende. Debido a que el camino pacífico al socialismo ensayado por nosotros
había despertado el interés y las esperanzas de fuerzas progresistas en todas
las latitudes, nuestro fracaso sacudió a esas fuerzas como un sismo,
instándolas a repensar su estrategia para llevar a cabo transformaciones
estructurales al capitalismo.
Ya a principios de 1974, Enrico Berlinguer, el jefe del
poderoso partido Comunista Italiano, declaró que el desenlace letal de la
revolución chilena demostraba que esas reformas profundas no podían hacerse sin
el sustento de una gran mayoría que incluyera amplias capas medias y sus
representantes. Esta estrategia fue adoptada más tarde por los partidos
comunistas español y francés, lo que facilitó, respectivamente, la transición
de España a la democracia después de Franco y la presidencia de François
Mitterrand en Francia.
Una parte mayoritaria de la izquierda chilena, que ya estaba
llevando a cabo una autocrítica inevitable y dolorosa que reconocía
deficiencias y errores, llegó a una similar conclusión: para enfrentar
exitosamente a la dictadura era imprescindible una vasta coalición que rebasara
los límites del apoyo que había obtenido Allende, lo que en el caso nacional
significaba sobre todo llegar a un acuerdo con los demócrata cristianos
arrepentidos de haber facilitado el golpe con su oposición cada vez más
acérrima y ciega al gobierno de la Unidad Popular. Pese a tantas diferencias
entre rivales históricos, se forjó trabajosamente la unidad, lo que culminó en
la contundente victoria de las fuerzas democráticas en el plebiscito de 1988
que impidió que Pinochet se perpetuara indefinidamente en el poder.
Si el revés de Allende fue descorazonador para tantos en el
mundo, el modo en que el pueblo de Chile finalmente logró deshacerse de su
dictador fue, en cambio, una fuente de inspiración que debería darnos aliento
hoy. Pese al miedo que Pinochet había sembrado en cada ciudadano, pese a su
control abrumador de las palancas básicas de la economía y de las temidas
fuerzas de seguridad, pese a la complacencia de los principales medios de
comunicación, demostramos que, con una estrategia política correcta que unifica
a todos quienes desean más libertad y justicia, un grupo decidido de ciudadanos
valientes son capaces de resistir y vencer a los enemigos de la democracia.
Es una lección que mis compatriotas necesitan
recordar al conmemorar el cincuentenario de la calamidad que devastó a nuestro
país, todavía tan saturado de laceraciones. Aunque casi todos los sectores de
la sociedad, de derecha y de izquierda, han contribuido al categórico consenso
de que son intolerables el tipo de abusos y tropelías que sistematizó el
régimen cívico-militar, no hay tal unanimidad, en nuestra tierra polarizada,
para condenar resueltamente el golpe mismo. De hecho, José Antonio Kast, un entusiasta
admirador de Pinochet que bien podría ser el próximo presidente de Chile
justifica, junto a muchos