Nacionalismo económico
No se trata de un concepto extraído de los rancios archivos
del populismo latinoamericano de mediados del siglo XX. "Nacionalismo
económico" es el título de un amplio reporte especial de la revista The
Economist de octubre del 2023, referido a la nueva tendencia económica que está
desplazando al libre mercado a escala global.
Hace un año atrás, este prestigioso y conservador semanario
que sirve de brújula para todos los seguidores del liberalismo económico, ya
había lanzado la alerta acerca de los riesgos del “fin de la globalización” promovida
por la fragmentación geopolítica de los mercados. Hoy, más a la defensiva,
denuncia la “tendencia alarmante” al crecimiento de un conjunto de medidas que
están adoptando los gobiernos del mundo; de una corriente de opinión
empresarial y académica ascendente, favorables al proteccionismo nacional de
las industrias, la aplicación de subvenciones a la actividad económica, la
elevación del gasto público y la regulación de los mercados. Todo agrupado bajo
la denominación de “nacionalismo económico” o “homeland economics”.
Pero no solo es el The Economist que detecta este cambio de
época. Durante el último año, el influyente periódico norteamericano The New
York Times ha entregado numerosos estudios y opiniones sobre el regreso de las
llamadas “políticas industriales” (industrial policy), nombre con el que se
denomina al conjunto de intervenciones estatales para apoyar la actividad
manufacturera, por medio de exenciones tributarias, subsidios, créditos
blandos, garantías públicas, contrataciones estatales y, llegado el caso,
nacionalizaciones. Uno de los animadores de este debate, es el premio Nobel de
Economía P. Krugman que, en apasionados artículos en defensa de las políticas
de subsidios del presidente Biden, afirma sin complejos que, si ello llevara a
una proliferación de nacionalismos económicos en todo el planeta, entonces,
bienvenido sea ese proteccionismo. Projet Sindicate, que agrupa a más de 500
medios de comunicación del mundo y donde escriben reconocidos académicos de las
más prestigiosas universidades, en los últimos meses ha recogido la intensidad
del debate referido al tema. La prestigiosa universidad norteamericana
Massachusetts Institute of Technology (MIT) acaba de publicar un libro referido
a la historia de las “políticas industriales”, en tanto que el reconocido
profesor de Harvard Dani Rodrik desde meses atrás viene recomendando cómo
aplicar de manera “correcta” ese nacionalismo económico. En medio de todo ello,
no es casual que haya una reanimación de los debates keynesianos y polanyianos,
sino que también aparezcan nuevas ediciones de la obra clásica del
proteccionismo, la del economista alemán Friedrich List (The National Sistem of
Political Economic, 1841), a la que Marx le dedicó decenas de comentarios
críticos en sus cuadernos de lectura de 1847.
Y es que este neoproteccionismo industrial no es solo una
nueva moda académica, sino una tectónica transformación de las estructuras
económicas del orden global que está en marcha debajo de nuestros pies. Veamos:
Adiós a los mercados “libres”
Un mercado global autorregulado fue la gran utopía
neoliberal de las ultimas décadas. El fin de la Guerra Fría, la incorporación
de China a la OMC y la expansión de cadenas de valor que integraban al mundo
entero en función de la eficiencia y oportunidades, alentaron ese gran sueño.
En la primigenia tensión entre la territorialidad global / territorialidad
local-nacional de la mercancía (valor de cambio/valor de uso), la historia
parecía inclinarse por la primera. Pero era solo una ilusión. Los mercados son
incapaces de cohesionar a las sociedades, lo que a la larga lleva a la
polarización política. Los mercados son incapaces de equilibrar producción con
finanzas, lo que a la larga lleva a la desindustrialización de los opulentos, y
a la pérdida de su liderazgo global. Esto es lo que precisamente está pasando
ahora en “el llamado Occidente” y, en particular, en EE.UU.
Por ello, era previsible que EE.UU. y Europa busquen,
desesperadamente, detener su ocaso imperial frente a un “asiatismo” industrioso
ascendente. Ese momento ha llegado. El primer giro histórico lo lanzó EE.UU. en
2018 al embarcarse en una guerra de aranceles a las importaciones chinas,
imponiéndoles el pago de hasta un 25 por ciento de impuestos sobre su valor total.
En contraparte, China hizo lo mismo con las importaciones norteamericanas. Con
ello, las dos más importantes potencias económicas del planeta han enterrado el
libre comercio.
La Unión Europea no se ha quedado atrás. Desde enero de 2022
ha reducido su compra de gas a Rusia, de un 45 por ciento del total de su
consumo a un 13 por ciento (Comisión Europea, 2023); incluyendo en este recorte
la voladura del gasoducto de abastecimiento Nord Stream 2. Y esa reducción nada
ha tenido que ver con las “eficiencias” del mercado, sino con motivos
geopolíticos. El gas ruso, que durante décadas sostuvo energía barata de los
europeos y la pujante industria alemana, costaba cerca de 6 dólares el MBTU. En
2022, tuvieron que pagar 45 dólares el MBTU a otros proveedores amigos,
incluidos los EE.UU. La eficiencia de los mercados se ha arrodillado ante el
“mercado de amigos”.
Junto con ello, en marzo de 2023, la UE ha aprobado una ley
de “defensa comercial contra las coacciones económicas”, que permite elevar
aranceles y restringir participación en licitaciones a países que realicen
“presiones económicas indebidas”, es decir China. La sinfónica del siglo XXI ya
no acompaña odas al libre comercio sino a la seguridad nacional.
Que luego se restrinja el ingreso a Huawei al mercado
europeo, que se prohíba la venta de tierras agrícolas a chinos o que, en
agosto, Biden emita órdenes ejecutivas para prohibir exportaciones e
inversiones norteamericanas en China en el área de semiconductores,
inteligencia artificial, etc., es la nueva realidad de los mercados
subordinados a los Estados.
Este nuevo espíritu global lo cartografía perfectamente el
FMI al momento de lamentar el incremento, a escala geométrica, de las
restricciones al libre comercio mundial, que de 250 medidas marginales y en
países marginales en 2005 han pasado a 2500 en 2022; principalmente en los
países económicamente más avanzados (Globalización a tope, junio, 2023). Los
litigios contra trabas comerciales por temas de seguridad nacional han pasado
de 0 en 2005 a 11 en 2022 (OMC, The impac of security…, 2023).
Todo ello está provocando una reorganización geográfica de
la división del trabajo o, como suele llamarse ahora, de las “cadenas de
valor”. La Organización Mundial del Comercio (OMC) reporta que desde 2009 esa
articulación global de los procesos productivos ya no ha continuado
expandiéndose y, desde entonces, ha comenzado a retraerse paulatinamente (WTO,
Global value chain…, 2022). Las palabras de moda entre los CEOs del mundo son
ahora “nearshoring”, “friendshoring” o, en los clásicos eufemismos de la
presidenta de la Unión Europea, Von der Leyen, “reducir riesgos”.
Guerra de subvenciones
En la última década, la estantería globalista, anteriormente
ya agrietada por el progresismo latinoamericano, comienza a desmoronarse. El
sagrado mandamiento de que los Estados deben ser austeros y reducir al mínino
los gastos es ahora una insensatez contrafáctica. En 2008, a raíz de la crisis
de las hipotecas subprime que arrastró al mundo a una crisis financiera, las
economías avanzadas tuvieron que movilizar el equivalente al 1,5 de su PIB para
contener la caída de las acciones bancarias y las bolsas de valores. En 2020,
ante el “gran encierro” frente al covid-19, el esfuerzo fiscal extraordinario
llego al 18 por ciento del PIB, inundando la sociedad de emisión monetaria para
pagar salarios, solventar deudas empresariales, sostener las acciones de las
empresas e implementar ayudas sociales (FMI, Monitor Fiscal, 2021. El
endeudamiento público mundial, que durante los años “dorados” del
neoliberalismo acató una rigurosa disciplina fiscal con una deuda pública baja,
alrededor del 50 por ciento del PIB, en la última década ha saltado hasta el 80
por ciento, y en EEUU al 110 (Kansascity FED, 2023). El gasto público, que
durante 30 años se mantuvo en torno al 24 por ciento respecto del PIB, en los
últimos años ha saltado al 34 (Banco Mundial, 2023). El elevado endeudamiento
público no es ni una pasajera enfermedad económica ni un patrimonio
latinoamericano. Es la nueva normalidad global.
Y para la pesadilla de los liberales, no solo hay un nuevo
Estado gastador, sino además ahora industrialista y generador de mercados. El
presidente norteamericano Biden desde 2022 ha movilizado cerca de 400 mil
millones de dólares para subvencionar la fabricación de autos eléctricos,
tecnologías verdes y microchips en EE.UU., con tecnología de EE.UU. y
trabajadores en EE.UU. (Ley IRA, Ley Chips). “Consuma americano” es el nuevo
lema proteccionista. Europa no se queda atrás. Según el Observatorio económico
Brugel, entre 2022 y julio de 2023, los gobiernos han tenido que subvencionar a
sus ciudadanos con 651 mil millones de euros el precio final de la energía
eléctrica. Para Alemania, esto ha alcanzado al 5 por ciento de su PIB anual. En
el viejo lenguaje liberal, una ineficiencia pasmosa. Pero en estos tiempos, los
intereses de la guerra contra Rusia están por encima de las delicatessen del
mercado.
Además de todo ello, desde 2019, las subvenciones estatales
a la industria de la Unión Europea, de manera directa mediante transferencias y
reducciones tributarias, y de manera indirecta mediante préstamos y garantías,
suman anualmente el 3,2 del PIB (OCDE, junio 2023). En casos más osados, los
Estados han nacionalizado la generación de la electricidad (Francia), o la
distribución del gas (Alemania). Por su parte, la India y Corea del Sur acaban
de aprobar generosos incentivos estatales a la producción de determinados
productos. Y en China está en marcha su plan para que en 2025 el 70 por ciento
de las materias primas básicas de sus manufacturas sean nacionales (Harvard
Review, otoño 2018). De menos de 34 intervenciones de “políticas industriales”
en el mundo en 2010, se ha pasado a 1568 en 2022 (Juhasz, Rodrik, agosto 2023).
El orden global está cambiando rápidamente y las ideologías
dominantes también. De la antigua gubernamentalidad sostenida en el libre
mercado, el globalismo, el Estado mínimo y el solitario emprendedurismo,
estamos transitando a una legitimidad política aun difusa, pero en la que
parecen comenzar a destacar otras bases de anclaje, como el industrialismo
local, la autonomía tecnológica y la competitividad en mercados segmentados
(Thurbon, 2023).
Ciertamente, todo ello no impide que por acá o por allá
renazca con violento furor el melancólico apego a los imaginados años gloriosos
del libre comercio. Son fósiles políticos que no por ello son inofensivos y
meramente carnavalescos. Estos defensores del libre mercado que, como lamenta
The Economist, ahora son tratados como “una reliquia colonial” en extinción,
han provocado mucho dolor social en su aventura como en Brasil, y lo seguirán
haciendo, como en Argentina. Lo curioso es que Latinoamérica, que vanguardizó
este regreso a políticas proteccionistas, sea también donde se engendren las
versiones más pervertidas y crueles de este anacronismo liberal.
Esto no significa que próximamente se imponga el
nacionalismo económico. El tiempo de incertidumbre global aún continuará por
una década o más. Pero este proteccionismo que ahora comienza a expandirse es distinto
al que existió en los años 40 del siglo XX. Las subvenciones estatales ya no
apuntalan tanto a un Estado productor, sino a un sector privado que necesita de
la protección y guía estatal para prosperar. Igualmente, la nueva “sustitución
de importaciones”, que nos recuerda a la antigua consigna de la CEPAL, ahora es
selectiva, en áreas estratégicas ordenadas por criterios político-militares; en
tanto que el resto de las importaciones que se mantendrán buscan ser
relocalizadas a otros mercados más cercanos o políticamente aliados. Pareciera
ser que estamos ante el nacimiento de un nuevo modelo híbrido, anfibio, que
combina proteccionismo y libre cambio, según necesidades nacionales.